Todo empezó hace mucho tiempo, cuando un día, al atardecer, don Cóndor dejó atrás sus montañas, atravesó las grandes extensiones de jarillas, algarrobos, molles y quebrachos y se llegó hasta un poblado del valle, atraído por la música de una fiesta viñatera que convocaba a muchos a conversar y beber. En una de esas cantinas festivas fue donde conoció a un pequeñito, alegre y muy hablador personaje, rápido y atento a todo y con cierta cultura en eso de la bebida que alegra las almas. Era don Chuschín, un chingolo común y silvestre, que vio la oportunidad de divertirse un rato y desafió a don Cóndor mediante una apuesta: los dos se tomarían todo el vino posible sin llegar a emborracharse. El primero que se embriagara sería el perdedor y debería pagar las copas de ambos más una vuelta para todos los presentes.Don Cóndor, tan fuerte y poderoso, comenzó a beber concienzudamente, pensando en que el alcohol no debía subírsele a la cabeza. Emborracharse, no se emborrachó, pero ya entrada la noche una intensa jaqueca se apoderó de él y se le volvió insoportable. De manera que pidió prestado un pañuelo a un paisano bailarín, que humedeció con agua fresca y acomodó en su cabeza a modo de vincha, y luego siguió bebiendo.En eso estaba cuando observó que don Chuschín, disimuladamente, arrojaba al suelo cada sorbo que probaba. Se enojó don Cóndor y lo atacó, pero el chingolo, veloz y con experiencia en reyertas, le dio un certero picotazo que le hizo sangrar la nariz. Mareado y sorprendido por el golpe, a don Cóndor se le aflojó la vincha y se le deslizó por el cuello, donde quedó para siempre, transformada en suave golilla de plumas blancas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario