La tortuga y el águila
La Vieja
tortuga, mientras se soleaba sobre las lisas y tibias rocas, al borde de la
laguna, observaba cómo ascendía repetidas veces hacia las nubes el águila de
anchas alas, hasta que sólo era una manchita en el cielo. Al cabo de un
instante, el ave bajó en raudo vuelo y se posó sobre una roca próxima.
-¡Hola! -dijo el águila cordialmente-. ¿Cómo estás?
-Bien. Pero me sentiría muy satisfecha si pudiera volar -respondió
la tortuga, exhalando un hondo suspiro-. Estoy harta de arrastrarme por la
tierra. ¡Quisiera remontarme por los cielos, como tú!
La prudente ave trató de razonar con ella; pero la tortuga miró
las alisadas alas plegadas contra el cuerpo del águila y dijo:
-Enséñame a volar y te daré todos los tesoros que yacen en el
fondo de esa laguna.
Entonces, el águila tomó con sus garras a su amiga y se remontó
por el azul del cielo. Así volaron muchos kilómetros, a veces a ciegas entre
las nubes y, otras, rozando, casi, las copas de los árboles.
-Ya vez cómo se hace -dijo el águila, superando el rumor del
viento-. Ahora, vuela tú sola.
Y aflojó las garras, soltando a la tortuga.
Ésta giró sobre sí misma muchísimas veces, mientras caía
vertiginosamente a tierra. Por fin, se hizo pedazos sobre las rocas, junto a su
laguna.
-¡Qué estúpida era esta vieja tortuga! -dijo el águila,
desplegando sus grandes alas mientras se disponía a volar de nuevo-. Estaría
viva aún si se hubiera contentado con disfrutar de la vida en esta plácida
laguna.